Jueves, once de la noche. Día de trabajo, día de estudio, pero día de relajación. O por lo menos era lo que necesitaba. Entonces decidimos salir. Entre cines, teatros y ofertas de acompañantes con aire acondicionado en la siempre caliente calle Corrientes, Silvina y yo entramos en el Paseo La Plaza. Objetivo: "ver a Sabina y conocer chicos", dijo ella; ir al "tributo a", corregí yo. Es que la ilusión prometía ser grande. Tan grande prometía ser que antes de entrar, mientras espiábamos por la ventana del bar, no sabíamos quién había nacido en Argentina y quién del otro lado del océano; quién era el que ostentaba músculos y tatuajes, y quién era el huesudo con la carne concentrada en el abdomen; quién llenaba bares y quién vendía miles de discos. "15 pesos cada una", dijo la camarera mientras nos señalaba las mesas libres en ese bar tributero de cortinas de terciopelo bordó que enmarcaban el pequeño escenario. Y nos sentamos. Si lo que queríamos era conocer...
Un poco de chancho. Otro poco de rosa.